En mi opinión, las piezas más vistosas de entre todo el conjunto de broches de cinturón de época visigoda (y mira que hay) son las de hierro con decoración damasquinada. No son muchas, sobre todo si las comparamos con las de bronce, pero a día de hoy conocemos (al menos nosotros) alrededor de una veintena de ellas; procedentes de diferentes puntos de la Península Ibérica y, en un único caso, de Septimania (la provincia gala del Reino de Toledo, al sureste de Francia). En esta serie de entradas iremos viendo cómo son y dónde han aparecido. En esta en concreto, además de algunas nociones básicas sobre la propia técnica del damasquinado, veremos cuál es su "estado arqueológico" antes de pasar por las manos del restaurador. Este último aspecto podría contribuir a explicar por qué han llegado hasta nosotros tan pocos ejemplares de este tipo de guarniciones de cinturón: a su más que probable relativamente escaso número original, debido a lo complicado de su elaboración y al carácter precioso de algunos de sus materiales, habría que sumar el hecho de que el paso del tiempo los acaba convirtiendo, salvo en casos excepcionales de buena conservación, en gurruños de hierro cubiertos por una considerable capa de óxido.
Imagen del broche de cinturón de la Galería Inferior de La Garma in situ, sobre el suelo de la cavidad
Hace tiempo que sospechamos que es muy probable que, por esa razón, muchos de esos broches (o, al menos, muchas de sus placas) hayan acabado en las escombreras de antiguas excavaciones arqueológicas, al ser tomados por hierros informes. O que, en el mejor de los casos, estén durmiendo el sueño de los justos en los almacenes de algún museo, como ocurría hasta hace no muchos años con dos de los ejemplares que veremos en próximas entradas.
Los broches de cinturón de hierro con decoración damasquinada son muchísimo más frecuentes en el mundo merovingio que en el hispanovisigodo. Entre los francos la técnica más utilizada es la de la ataujía, consistente en el embutido de finos hilos de plata (o, más raramente, latón o incluso oro) en la superficie de placas y hebillas de hierro (que también suelen ir decoradas con umbos de bronce dorado), mientras que en la Península se combina ésta con el chapado con láminas de latón o bronce dorado (existen algunos ejemplos continentales con chapado, pero son escasos). En cuanto a los motivos decorativos, las diferencias entre unos y otros broches damasquinados son muy grandes, ya que los de los ejemplares merovingios son casi siempre geométricos (y de un tipo muy característico) y en los hispanovisigodos encontramos tanto figuraciones como motivos geométricos, estos últimos muy diferentes de los francos. Tendremos ocasión de ver cómo son los ejemplares peninsulares en próximas entradas, así que ahora únicamente dejaremos constancia de cómo son los franceses.
Broche de cinturón merovingio con decoración damasquinada (Futura-Sciences, Avril 2012)
Otro ejemplo de broche de cinturón merovingio damasquinado, éste a medio restaurar (Europeana)
Acerca de la cronología de este tipo de broches, hay que señalar que los ejemplares peninsulares parecen remitir a momentos avanzados del siglo VII d. de C. y al VIII. Tanto sus características formales (piezas de perfil en U o liriformes) como los contextos en los que han aparecido (algunos de ellos con dataciones absolutas) así lo indican. Sobre las posibles implicaciones sociales de este tipo de objetos, poco podemos decir de momento, ya que conocemos casos recuperados en castra (establecimientos fortificados en altura), lo que podría estar indicando un origen aristocrático; pero también los hay procedentes de aldeas. Y, por supuesto, de cuevas, como los tres ejemplares cántabros conocidos.
Como acabamos de comentar, cuando te encuentras con una pieza de este tipo en un yacimiento arqueológico de época visigoda su aspecto suele ser como el del que vemos en la siguiente fotografía: un asco. En este caso concreto hubo suerte, ya que no era un hierro especialmente informe y sus descubridores lo identificaron desde el primer momento como un broche de cinturón. En otros muchos no es tan fácil, así que el riesgo de no prestarle la debida atención es muy alto.
Tiempo después, en manos de una restauradora eficiente (gracias Eva), tras la paciente retirada de las capas de óxido fue emergiendo, entre brillos dorados y plateados, la verdadera esencia de la pieza. Como podremos verlo en todo su restaurado esplendor proximamente, lo dejaremos de momento así.
Para terminar, nos quedaremos con una idea muy sencilla: si excaváis (o prospectáis) un yacimiento de época visigoda y os encontráis con un hierro roñoso y asqueroso que recuerda vagamente la forma de un broche de cinturón (o de una placa liriforme o en forma de U), documentadlo, recogedlo y enviádselo sin perder tiempo a un restaurador. Con un poco de suerte habréis descubierto y recuperado para el disfrute general una joya oculta de la orfebrería tardovisigótica. Y tened esto en cuenta: si el broche es de hierro, siempre (y digo SIEMPRE) está damasquinado. A nadie en su sano juicio se le ocurriría crear una pieza de adorno que no adorna y que, además, se oxida. Debajo de la roña, si no se han perdido para siempre, esperan el latón y la plata.
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